sábado, 8 de febrero de 2014

"El Reloj" de Margarita Bunge

En la penumbra del dormitorio de oscuros muebles y damascos rojos brillaba excesivamente blanca la esfera del antiguo reloj de mesa.
La señora de Álvarez sintió que le flaqueaban las piernas, y tuvo necesidad de sentarse.
Ella no lo había notado hasta entonces. El reloj de la blanca esfera de porcelana estaba parado en las tres y media, la hora exacta en que había muerto su marido la semana anterior.
Agobiada por el luto, el cambio de vida, el ir y venir de gentes que no recordaba una vez idas, no se había aventurado aún a la habitación de su marido.
Ahora estaba allí, casi a oscuras, sin poder apartar la vista de la esfera blanca del reloj.
Las tres y media exactamente...
Sintió miedo; y aunque no dudara ni por un instante de que era cierto y no una alucinación, se sintió atraída, con el poder de atracción que tiene el horror, y se acercó a mirarlo temblando.
Ése era el reloj que un mes antes había comprado el señor Álvarez, en un cambalache de la calle Rodríguez Peña, cuyo dueño se llamaba a sí mismo "el anticuario".
El reloj no carecía de valor: era gracioso y armónico e indiscutiblemente muy antiguo. De líneas rectangulares, formado por una caja de cristales biselados que permitían ver la máquina interior, tenía los cantos de bronce y la esfera de porcelana blanca.
La señora de Álvarez no le había prestado atención cuando su marido lo trajo.
El pobre hombre vivía haciendo "hallazgos" en materia de relojes, de los que tenía una regular y apreciable colección.
Pero ahora sentía horror por este reloj diabólico que había venido a su casa a marcar una hora en la que se había detenido, detenido al mismo tiempo que la vida más querida.
Ella siempre había sentido recelo de tantos relojes. No quería ni verlos. Y ahora comprendía por qué.
Los relojes marcan las horas. Y la hora de la muerte también.

Oyó que golpeaban las manos en el oscuro zaguán lleno de plantas que merecían ser artificiales. La puerta estaba entornada desde que murió el señor Álvarez, y los timbres habían enmudecido.
Una vieja mucama golpeó con los nudillos en la persiana de madera.
-Señora, vienen de parte del anticuario. Quieren hablar con usted.
-Bien, dile que pase a la salita.
Y se encaminó llena de curiosidad al encuentro del enviado del anticuario. No le cabía la menor duda de que esta visita se relacionaba con el reloj.
-Sí, señora. El señor Álvarez dejó esta dirección cuando se llevó el reloj, pues dijo que lo tomaba a prueba, que no sabía si se quedaría con él. Y como ya ha pasado un mes, quería preguntarle qué decidía.
-Un momento -dijo la señora de Álvarez y se precipitó hacia las habitaciones interiores.
Llegó al cuarto de su marido, tomó el reloj de la caja de cristal y la esfera de porcelana, y volvió con él a la salita.
-¿Es éste? -preguntó al hombre.
-Sí señora, el mismo. Es una hermosa pieza de colección -comenzó a explicar el hombre, con las palabras habituales en esta clase de mercachifles.
Pero la señora lo interrumpió de plano, y alargándole en reloj le dijo: 
-Lléveselo. No lo quiero. Ya marcó la hora.
Y con los ojos desorbitados, se quedó mirando a lo lejos con extraña expresión de enajenada, dejando perplejo e indeciso al hombre.
La vieja mucama empujó suavemente al empleado del anticuario, y le dijo:
-No moleste a la señora. Déjela tranquila. Ha perdido a su esposo hace hoy justo una semana.

El anticuario de la calle Rodríguez Peña acumulaba en su sótano cada día más cachivaches y más tierra.
El reloj de cristal había vuelto a su estantería, en compañía de otros relojes de porcelana, de peltre, de bronce, y de lo que uno quisiera encontrar.
Al abrir la puerta del negocio se oían unos hermosos sonidos como de xilofón o campanas. Se bajaba una escalera precaria y empinada, y se llegaba al antro del polvo y de la vejez.
Porque el anticuario era muy viejo él también. Permanecía sentado en un sitial de rectoría con una luz que se proyectaba detrás de él, dejando su cara a oscuras y encandilando al desprevenido cliente.
El viejo, sin necesidad de moverse de su sitio, sabía dónde estaba cada cosa, y cada cosa que tenía, sin equivocarse jamás.
Su memoria era prodigiosa.
Pero era sucio y repelente como una rata apestada.
Sin embargo, todos lo conocían y todos hablaban del anticuario y de su cosecha. Los rematadores acudían a él en busca de detalles que añadir a las casas que remataban con grandes carteleras y catálogos impresos, donde se hablaba de las colecciones de los duques de tal y los señores de cual.

El reloj mira desde la repisa de mármol blanco donde lo han colocado, deslumbrantes sus bronces y cristales. Detrás de él, un enorme espejo refleja la habitación atestada de gente.
El rematador, haciendo alarde de elocuencia y poder de convicción, encomia los valores de los apliques de la casa Venier de París, los tapices persas de gran antigüedad, la rareza de la garniture de bleu de chine y bronce de la época Ming, cosas que la gente allí reunida se disputa en un torneo de mundanidad e inconsistencia.
El reloj mira todas las caras y elige.
Pero la gente cree que es ella la que elige.
Los remates tienen algo de mágicos. Allí imperan el factor suerte, la fatalidad, el destino...
Es el reloj quien decidirá.
Y sigue la subasta.
Es extraño: sólo han quedado dos contrincantes por el reloj. Uno es un señor de pelo blanco, que apoyaba sus dos manos enguantadas en el puño de un bastón de caña de la India, y la otra es una bellísima señora joven de extraña serenidad, que revela más terquedad y capricho que verdadero interés por el reloj.
Es que ella es la elegida. Por eso cree que desea el reloj y lucha por él.
El reloj sube de precio: ya es excesivo, desproporcionado.
El señor de edad se siente galante o tal vez incómodo, y renuncia al reloj con un gesto de cansancio y displicencia.
-Señora, está por usted -dice el rematador, y baja el martillo.
Un ligero estremecimiento de alivio cunde por la sala.
Y a otra cosa. Pasado el momento de tensión el rematador prosigue con mayor animación.
El reloj sonríe en la repisa de mármol. Su nueva víctima está elegida.
La señora que parecía haber venido sólo por el reloj, firmó la boleta y se fue.
El señor del bastón la siguió nostálgico con la mirada. Le recordaba a alguien.
Quiso seguirla, pero se le perdió entre el gentío.
Salió a la calle. Vio salir un coche de la fila de estacionamiento.
Pensó que sin duda sería la pálida señora, y se lamentó de que manejara tan mal.

A los quince días de efectuado el remate, el reloj de cristal y bronce seguía en la repisa de la chimenea de mármol.
El señor del bastón había rondado en vano la casa del remate en la esperanza de ver llegar a su contrincante en la subasta. Varias veces tomó el reloj en sus manos. Lo miró y trató de ubicarlo junto a la pálida señora que le recordaba a alguien.
El rematador le propuso llevárselo si lo quería, pues no habían venido a retirarlo. El señor del bastón pidió la boleta y leyó el nombre y dirección: Sra. de Walthers. Malabia 3001.
Compró la boleta, pagó el reloj y se encaminó a la dirección que había leído, en la esperanza de encontrar a la pálida señora que le recordaba a alguien.
La casa, grande y triste, estaba en un barrio apartado, rodeada de un jardín sombrío y viejos árboles.
Un perro ladró al trasponer él el corto espacio que mediaba entre la verja y la puerta de entrada.
Un mucamo lo hizo pasar.
-¿Qué deseaba el señor?
El señor estaba absorto en la contemplación de un cuadro magnífico que representaba a la pálida señora. Marco de oro ovalado, colores suaves de pastel y la inconfundible y lejana serenidad que había observado antes en su rostro.
-¿Señor? -musitó el mucamo.
-¡Ah! Si. ¿Está la señora?
-¿La señora? -dijo el hombre mirando al cuadro-. Señor, la señora falleció hace quince años. ¿Usted querrá ver a su hija, la señorita Ofelia?
-¿Ofelia? -repitió el señor, que parecía haber sido presa de una revelación-. No... no... Venía por un reloj. Bueno, debo de haberme equivocado de dirección. Perdone.
Y se precipitó al hall, seguido del viejo que le alcanzaba los guantes, el sombrero, el bastón, y se quedaba medio azorado de tan extraña visita.

¡Ofelia! ¿Cómo no te reconocí! ¡Estabas cambiada! ¡Fue tan breve nuestro encuentro y tan extraño! ¡Pero yo tenía que volver a verte, Ofelia querida... y ya no estás!
"¿No sería su hija? ¿Y por qué no?" pensó.
"Ha pasado tanto tiempo...", y los vapores del whisky lo confundían.
Estaba borracho, completamente borracho.
"El alcohol te va a matar", le decían. Pero él tenía que olvidar a Ofelia.
Medio adormilado en su sillón de solterón, con el vaso de whisky en la mano y la cabeza blanca caída sobre el pecho yacía el señor del bastón, solo con sus recuerdos.
El tictac del reloj era lo único que se oía insistente y monótono.
El reloj... Se sobresaltó, lo miró...
Allí estaba, impávido, blanco, frío, de cristal y bronce, implacable, marcando las horas, los minutos, el tiempo.
El reloj...¡Ella se lo había dejado!... Tal vez era una manera de decirle que lo perdonaba... que lo llamaba... que volviera con ella...
-¡Ofelia! ¡Querida! -sollozó, y trató de levantarse sin saber a impulsos de qué ni para qué. Se le cayó el vaso sobre la alfombra. Se apoyó en la chimenea y se miró al espejo. Su imagen era borrosa, confusa. Un viejo feo y macabro que él no reconocía.
El tictac del reloj se oía insistente, se agrandaba, invadía todo el cuarto, le martillaba las sienes.
Exasperado lo tomó en la mano y lo tiró violentamente.
El esfuerzo le hizo dar una vuelta sobre sí mismo y cayó al suelo.
El reloj había chocado contra el cortinado de la ventana y resbalado blandamente sobre él hasta el piso. No se rompió por milagro, pero cesó de oírse su tictac.

La policía de investigaciones, el médico y el valet del niño Justo coincidieron en que lo había matado la bebida.
Cuando redactaron el acta, el médico declaró que el fallecimiento había tenido lugar alrededor de las tres y media.
El valet recogió del suelo un reloj que no conocía. Un reloj de cristal y bronce, detenido en las tres y media.
¿Y de donde vino este reloj?
¿Quién lo había traído? ¿Por qué estaba en el suelo y marcaba las tres y media?
Los relojes marcan las horas -todas las horas- y la hora de la muerte también.